Cinco conferencias sobre psicoanálisis. (1910 [1909]).
I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo
ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante
sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi
nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este
último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama
acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método
de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al
psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios.
Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico
de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a
una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial
clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle
en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí.
(ver nota)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción
me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico.
No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en
medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos
junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor
Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún
años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad,
que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas
merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de
las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces
esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los
movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para
sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y
en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una
sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de
no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de
ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales
consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro
patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una
afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de
restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella.
Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de
casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra
concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en
quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales
(corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones
del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se
apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso.
Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese
enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre
de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no
disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso
total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una
afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un
diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente
el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría
el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico,
un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre,
tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de
sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los
médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes
que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para
el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una
grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del
encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el
facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que
dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice
su esperanzada prognosis. (ver nota)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la
histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos
observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que
adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado
de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque
parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único
motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para
el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej.,
las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o
neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado,
puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien,
todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo
desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede
comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el
lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros
terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas
personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a
los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de
exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su
interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su
paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo
asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades
espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial
clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le
posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de
alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas
palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento.
Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en
una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que
las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía
ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias
y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías
tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-,
que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha
ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de
esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica
normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a
una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las
fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la
alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo
procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La
paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba
y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure»
{«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping»
{«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese
deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera
de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer
desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con
exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos
síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de
intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera
indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano
el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de
sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía
en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le
mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis
semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía
inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la
repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese
asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés.
Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado
atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y
despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación
desaparecía para siempre». (ver nota)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta
entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado
tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un
descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de
que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los
enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para
convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis
de los otros síntomas, más graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas
habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de
vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas
psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena
traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados
{determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no
se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la
neurosis. Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que
dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de
las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a
menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos
debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en
sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de
todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más
eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos
de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco
al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo
limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en
la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente
estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su
padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo
un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy
grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las
lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones
patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre
enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el
enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a
un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado
por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo
derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y
vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para
morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa
aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a
la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar
al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el
respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando
lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras
(las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la
mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en
asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido,
quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en
ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo
seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis,
quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía
desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de
indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias
que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría
de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz
de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos
vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido
alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el
silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había
conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora
tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando
durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la
tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los
animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros
consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización
que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta
fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria
padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de
ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos
de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este
simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades
son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres,
hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una
columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de
los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los
despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las
estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último
de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario
doliente. (ver nota) En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge,
descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es
llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en
las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues,
símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece
justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que
todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario
fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura
que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil
reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a
cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada
con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos
se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden
las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a
ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente.
Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los
caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan
ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de
Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su
padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos
recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y
no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo
después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a
un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas
no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como
el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince
y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy
nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado
igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan
breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas
histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros
dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del
modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y
del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de
Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa
excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes
signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de
su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de
su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el
permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y
dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas,
el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera
reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado
pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se
acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta
última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena
ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello
discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno
podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo
tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así
resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados
en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia
de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran
sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos
de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban
una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se
constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso
hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que
una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la
inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión
de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del
decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión
mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se
divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto
como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría
puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a
los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a
conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre
los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer
mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y
alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada
de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había
olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se
la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se
lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de
recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría
provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo
no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos
había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un
mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener
bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia
sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos
espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble
conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia
permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el
estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos
fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden
impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el
estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado
conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y
siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas
en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los
síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó
hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con
facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso
normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito
producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo
extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la
situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una
amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la
cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido
muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles
intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos
avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis
de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y
el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente,
qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los
estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la
justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron
ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de
los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor
justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde
el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta
última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación
de los hechos sin supuestos previos.
II
Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que
Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había
iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere
que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era
imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero
cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar
sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba
como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de
Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones
de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en
calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre
parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los
estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot
hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis
traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885
y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo
Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares
procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando
situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro
de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que
toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la
herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la
alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una
endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria
son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los
procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me
permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda
a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una
montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le
bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se
agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza
bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre
ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido,
también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de
un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su
lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última
llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de
producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo
en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las
indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca
de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante
divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se
produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino
de empeños terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento
catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en
estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la
noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado
normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso
tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar
de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción
de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al
tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado
psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado
normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni
perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no
sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante?
Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e
instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889].
Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto
en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de
cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron
sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal.
Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por
cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les
aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos
recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había
llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba
que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que
el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese
mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis,
averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las
escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como
secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía
ser el apropiado para una técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él
procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los
recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo
y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna
fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer
inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues
uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se
empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la
conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que
mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi
concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias
se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del
mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas
acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que
hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado
tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron
{drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé
represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré
probado por la indiscutible existencia de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y
cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el
mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las
situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento
catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado
en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda
oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las
exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve
conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que
aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable
sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada
afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la
inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo
{Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran
los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de
deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto
grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa
manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad
anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que
se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la
represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este
historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que
poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe
-situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su
hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo
enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó
enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre.
Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia
cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su
hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía
expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede
casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora
de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada
de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha
contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento
resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana,
así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el
tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más
violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y
su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré,
justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí,
dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo
no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me
distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los
pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo
cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran
al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo
continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si
el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron
mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una
«resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes
trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo
«inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra
concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una
insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que
la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha,
discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos
agrupamientos psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción
engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto
psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos
penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una
escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía
otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación.
También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al
final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra
alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en
anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de
la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial
clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo
hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y
represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno
efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto
ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese
ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer
fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias
patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas
intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al
comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de
síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en
este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de
desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la
colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda
resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado
de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros;
nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a
media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito,
pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes
de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su
impertinente conducta. En tales circunstancias no podríamos menos que
alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley
Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el
miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo
dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento.
Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar
de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no
es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la
terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación
de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha
fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es
cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo,
ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo
reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser
activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una
formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a
la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó
ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida
-el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve
conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe
comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza,
procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos
por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el
curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es
necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta
la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica
conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el
conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con
la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De
tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un
feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas
combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que
rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente,
o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de
objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su
desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso
deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de
las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno
conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una
manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento
ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del
asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la
represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones
subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se
produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma,
daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.
III
Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en
particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a
corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que
si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que
se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos
de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría
sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia
inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación
olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en
aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras
veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar
de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos
acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a
propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el
esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la
hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio
cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G.
Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener
prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo
{Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia
del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente
arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos;
en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de
manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los
enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas:
por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente
en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía
contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la
resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin
desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado
resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su
devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo
buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y
efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto
cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la
resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta
semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía
ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia
tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como
una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que
situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos
resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica
psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación
de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo
demás, de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco
escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie
de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena
sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el
pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se
consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una
gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y
especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos
retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un
juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la
cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el
espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» («
¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste;
ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere
decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se
crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo
que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero
de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como
su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas
las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en
nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste
y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo
que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en
él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a
personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos
puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que
en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo»
{represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto
intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con
omisión». (ver nota) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la
culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca
una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar
«Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un
grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si
para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que
aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga
a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos
entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no
puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo
buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado
fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el
hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe
decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en
lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una
observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no
sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el
influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios
críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la
ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y
pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante
selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo
considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón
todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por
medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de
ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con
menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por
la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en
bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas.
Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos
reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y
enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo
han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al
psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es
omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la
mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la
escuela de Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente
cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de
nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin
sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la
apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho
tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del
psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la
interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia
secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme
en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños»
antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado
y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia
para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del
psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su
convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse
psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto
todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La
interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más
insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las
soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el
psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por
una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las
creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la
salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se
maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del
carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de
aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos
patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad,
a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el
campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los
sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y
también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de
manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun
de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente
absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones
desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es
notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun
en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan
conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la
revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis
místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso
nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los
sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas,
las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante
ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen
los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los
hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña
siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le
satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución
simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el
día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma
del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de
los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y
así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden
eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción,
a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible,
que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la
respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso
psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy
diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido
manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y
trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los
pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer.
Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento
al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico
juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y
en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto
desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es
la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de
vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo
acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del
dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un
disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más
que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre
ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que
acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse
mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la
psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro
del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada
elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla
del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los
pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir,
desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos
escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán
ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los
de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su
sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las
impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos
insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que
tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un
cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden
obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración
de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño.
Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés
teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué
insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado
con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y
el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han
destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso
especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos,
vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos
esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los
complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión}
fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con
asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel
insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan
impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por
así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus
peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables
en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder
irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones
reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el
llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura
trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños
hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de
complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los
individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el
simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No
sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su
esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error
por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra
concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también
estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular
un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia
no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele
imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la
angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del
yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también
en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto
demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su
justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de
otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión
con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí,
pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños,
cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al
conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que
estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos,
cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los
hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún
valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben
(p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio);
los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los
análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas
confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos
notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se
dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la
distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las
acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con
mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos,
tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este
tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones
sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de
tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la
situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar
con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y
propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que
directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos
de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes
oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo
mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida
anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más
íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en
personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones
inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a
reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la
represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue
por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida
anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante,
nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun
donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para
descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que
nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara
satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo
escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas
ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus
acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros
fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los
cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia»,
y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante
eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material
psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de
síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la
terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de
los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un
particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica
por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por
entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo
seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica
o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido,
sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de
esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos
la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores
hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad
científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación
microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el
preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con
la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son
en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere
llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los
que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales
represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues,
que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le
resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos
semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con
la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en
nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su
facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la
conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta
entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros
para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan
difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles
a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.